1 DE NOVIEMBRE
Desde primeras horas de la mañana las mariposillas de luz iluminaban la estancia, cerca de ellas se veía uno de los retratos de la abuela quien nos había dejado unos meses antes. Aún se podían ver, según el día, las lagrimas de mamá o las de mi tía ambas vestidas de negro de la cabeza a los pies.
La semana anterior, junto a ellas y a mi hermano, habíamos recorrido el largo camino que nos llevaba al cementerio. Ellas estuvieron limpiando con esmero la lápida en la que yo con mis siete años leía seria y apocada el nombre de la abuela y las fechas de su nacimiento y la de su muerte. Setenta y dos años me parecían demasiados, aunque ahora con el paso del tiempo no me parecen tantos.
Con cuidado me subí los leotardos de lana imprescindibles para el frio de noviembre, un abrigo de paño, un gorro de lana rojo y una bufanda cubrían mi cuerpo enclenque. En mi familia, al contrario de lo que sucedía en la mayoría de las familias del pueblo, a los niños no se nos vestía de luto. Así yo resaltaba con mi ropa multicolor al igual que las flores que llevaba mi tía entre el negro que cubría sus brazos.
El cementerio se mostraba limpio y resplandeciente y las flores cubrían las tumbas dando un colorido espectacular. Después de colocar los ramos con suma delicadeza sobre la lápida rezamos una oración para nuestros adentros. Mis amigas me esperaban para pasar toda la mañana zascandileando por el cementerio.
Jugábamos a averiguar a qué se dedicaban los habitantes de cada tumba ya que era costumbre que la familia pusiera sobre estas partes de las pertenencias que los definieron en su estancia en este mundo. La del guardia civil lucia con un impecable tricornio, la del tuno joven con su capa de tuno y su guitarra, la de la joven recién casada con su vestido de novia...
Solo había un rincón donde esta especie de homenaje parecía no permitirse. Era una zona casi escondida en la que no había ni lápidas ni panteones. En su lugar había montículos de tierra, la mayoría muy pequeñitos. Ese era el lugar de los angelitos o de los que murieron sin ser bautizados y se quedaron por siempre vagando por el limbo. Ese lugar me llenaba de congojo y de una pena inmensa. Y aunque en la cotidianeidad de mis días, la muerte de los más pequeños estaba más que asumida. Yo con mis siete años sentía un inmenso terror. Ya sabía que durante días dormiría abrazada a mi hermana y que mi último rezo diario sería para pedirle a Dios que se olvidará de mi, ya que yo quería vivir fuera de aquellas tumbas que aparecían en mis pesadillas de infancia.
Un relato precioso, Molí, si bien el final me encogió el corazón. Me gustó el detalle de adivinar el oficio de la historia de los habitantes de cada tumba, y que los niños vistieran de colores en vez de negro.
ResponderEliminar¡Genial convocatoria! Publicaré mi relato el viernes ;)
Un besazo
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHola Inma. Desde los ojos de una niña de siete años un cementerio no es el mejor lugar, y mucho menos entre esas tumbas sin lapida ni nombre. Me ha hecho gracia lo de imaginar a qué se dedicaba cada difunto, porque yo, a mis años, cuando voy a visitar a mi padre, me doy una vuelta y también imagino vidas. Tanto los que moran en tumbas muy cuidadas, como los que no.
ResponderEliminarMe ha encantado leer tu relato. Mucho.
Feliz jueves de relatos :-)
La visita a un cementerio nunca deja indiferente. Es todo un universo en sí mismo. A nuestro alrededor lleno de historias del pasado, un triste presente si acompañamos a algún ser querido, y por supuesto nos hace pensar en el futuro, recordándonos lo importante que es disfrutar de lo que nos queda por vivir. Muy bonito relato Inma que nos llena de paz, y con un punto colorido dentro de la negrura que los envuelve habitualmente. Un abrazote!
ResponderEliminarLos cementerios son fuente de inspiración poética. Algunas tumbas tienen poemas escritos en ellas que son admirables de leer.
ResponderEliminarUn lugar silencioso donde te enfrentas a tus seres queridos ellos ahí dentro tú fuera , pero hay un hilo que nos comunica y cuando les hablamos parece que sentidos su voz a nuestro lado.
Un relato muy auténtico.
Besos.
Los cementerios me dan tanta paz interior. Y los difuntos reconfortan mi alma. Besos!!
ResponderEliminarLa muerte temprana es muy difícil de asumir, sobre todo cuando somos pequeños y la inocencia nos embarga. Historia triste y melancólica la que nos traes, Moli. Un abrazo
ResponderEliminarQue emotivo Moli, supongo que la imagen de los cementerios con todas esas fotos y adornos, no debe ser muy agradable. Un abrazo
ResponderEliminarQue bien retratada esta en esa edad, de niños, cuando nos enfrentamos a la muerte y sobre todo de otros niños, da mucho miedo, y sigue siendo impactante para todos.
ResponderEliminarUn abrazo :)
Hola Inma, aunque mi perfil aparece como 'Sibila' soy lady_p. Sibila es un antiguo perfil de blogger que me permite comentar a quienes lo usáis porque mi blog es Wordpress. Te lo comento para que lo tengas en cuenta y no se preste a confusión. Muchas gracias. Un abrazo!
ResponderEliminarMe gustó mucho tu relato, me resulta cotidiano y cercano. Yo también jugaba de pequeña en el cementerio. El detalle de los leotardos me ha recordado el hueco que quedaba cuando se quedaban pequeños...Gracias por recordármelo.
ResponderEliminarMe ha encantado este relato tan realista sobre como una niña pequeña percibe la muerte. Y esa creencia de los niños no bautizados que quedaban vagando por el limbo, a mi también me la contaron. Gracias.
ResponderEliminarUn relato con sentimientos que me parece extraordinario, me ha gustado. La foto es para enmarcarla.
ResponderEliminarEnhorabuena,
Un abrazo.
Te dejo mi blog, (nos conduces tú esta vez):
https://ginesfranconettihavuelto.com
Ese recinto adosado donde se entierran no bautizados, tanto grandes como pequeños, también está en el cementerio del pueblo de mis padres. No tiene puerta ni psrece que hayan tumbas. El suelo es de tierra todo él. parece completamente abandonado. si no te dicen wué es ni te das cuenta.
ResponderEliminarsbrazooo, Inma